Las leyes civiles de los distintos países reconocen a los individuos el poder de dirigir y gobernar sus intereses propios por medio de sus voluntades adecuadamente expresadas. Este poder de las personas, individuales o colectivas (o jurídicas), se llama «autonomía privada» y tiene como vehículo más importante el acto jurídico.

El acto o negocio jurídico es un acto voluntario, exige, desde luego, que el sujeto que lo otorga sea persona que conforme a la ley tenga voluntad propia. La regla general es que todas las personas se consideran con voluntad y, en consecuencia, con posibilidad legal de realizar actos jurídicos válidos, salvo las excepciones expresamente declaradas. Estas excepciones se fundan en situaciones de carácter orgánico o psíquico: son personas legalmente sin voluntad el menor impúber (o menor sin discernimiento), el demente y el sordomudo que no puede darse a entender por escrito.

Además de sujeto de voluntad, es necesario que la voluntad exista realmente en el acto concreto de que se trata: de este modo, el acto no querido en sí mismo, es impugnable por el otorgante siempre que acredite alguna de las causas que legalmente hacen al acto involuntario: la pérdida accidental de la razón, el error, el dolo y la intimidación. Estas tres últimas se llaman «vicios de la voluntad»; las primeras, en cambio, tienen un efecto mucho más enérgico, y no sólo vician, sino que excluyen la voluntad.

Desde que el acto o negocio es, según hemos señalado, la manifestación más genuina de la autonomía privada resulta obvio que, al menos en general, la voluntad que debe tenerse en cuenta es la real o interna, en los casos en que ella no concuerda exactamente con la que aparece en su manifestación o declaración: ésta no importa sino un medio de revelación del querer del agente, con valor secundario, por tanto, en relación con la voluntad efectiva que trata de exteriorizar.

El pensamiento dominante en la actualidad acepta una conciliación de las teorías subjetiva y objetiva, y señala esta distinción fundamental:

  1. En los actos o negocios jurídicos entre vivos, donde la manifestación o declaración de voluntad tiene como destinataria otra persona, la doctrina subjetiva rige los casos generales, o sea, constituye el principio; en consecuencia, debe atenderse a la voluntad efectiva del declarante, pero no libremente conjeturada, desde luego, sino solamente deducida de la declaración misma y de las demás circunstancias del caso; la doctrina objetiva, en cambio, gobierna todas aquellas situaciones de excepción en que la discordancia entre la voluntad interna y la declarada se debe al dolo o a la culpa del declarante.
  2. En los actos o negocios de última voluntad, en que lo querido por el otorgante sólo tiene por objeto dar a conocer esa voluntad —y no propiamente ligarlo a otra persona—, la voluntad interna prevalece sin excepciones sobre lo declarado, con tal, empero, que esa voluntad interna tenga alguna expresión, así sea incompleta, en la declaración. En los testamentos, como es obvio, los terceros no pueden invocar un interés autónomo en que prevalezca la voluntad sólo aparente sobre la efectiva del testador, de manera que aquí ni el principio de la buena fe ni las necesidades del tráfico pueden razonablemente ejercer aquella función moderadora antes señalada, con respecto a los actos entre vivos.

FUENTE: ENCICLOPEDIA JURÍDICA OMEBA, TOMO I, A, EDITORIAL BIBLOGRÁFICA ARGENTINA